(Fuente www.franciscanos.org) El Beato Juan Duns Escoto nació en Escocia hacia el año 1265. Su familia era devota de los hijos de San Francisco de Asís, los cuales, imitando a los primeros predicadores del Evangelio, llegaron a Escocia desde los comienzos de la Orden. Hacia el año 1280 fue admitido en la Orden de los Frailes Menores por su tío paterno, Elías Duns, vicario de la recién creada Vicaría de Escocia. En la Orden Franciscana perfeccionó su formación y la vida espiritual, amplió la propia cultura, dotado como estaba de una viva y aguda inteligencia. Ordenado sacerdote el 17 de marzo de 1291, fue enviado a París para completar los estudios. Por sus eximias virtudes sacerdotales le fue encomendado el ministerio de las confesiones, tarea que entonces gozaba de gran prestigio. Obtenidos los grados académicos en la universidad de París, dio comienzo a su docencia universitaria, que tuvo por escenario las ciudades de Cambridge, Oxford, París y Colonia. Obsecuente con el querer de San Francisco, que en su Regla (2 R 12) había prescrito a sus frailes que obedecieran plenamente al Vicario de Cristo y a la Iglesia, rehusó la invitación cismática de Felipe IV, rey de Francia, contrario al papa Bonifacio VIII. Por este motivo fue expulsado de París. Al año siguiente, sin embargo, pudo volver a esta ciudad y reemprender la enseñanza tanto de filosofía como de teología. Después fue enviado a Colonia, donde le sorprendió de improviso la muerte el 8 de noviembre de 1308, cuando estaba dedicado a la vida regular y a la predicación de la fe católica. Resplandeció hasta el final de sus días como un fiel servidor de aquella verdad que había sido su alimento espiritual cotidiano. La había asimilado con la mente, en la meditación, y la había difundido eficazmente con su palabra y sus escritos, revelándose un consumado maestro de inteligencia tan ardiente como sorprendente.
LEYES: Evangelio del día y Comentario de hoy (8 de Noviembre de 2020)
Juan Duns Escoto, convencido de que «el primer acto libre que se encuentra en el conjunto del ser es un acto de amor» (E. Gilson, Jean Duns Scot. Introduction à ses positions fondamentales, Études de Philosophie Médiévale, 42, París 1952, 577), mostró una destacada aptitud y una predilección extraordinaria por la vocación y la singular forma de vida sencilla y transparente del seráfico Padre San Francisco: a ésta dirigía sus intenciones e ideales congénitos, que lo llevaron a centrar en Jesucristo todos sus pensamientos y sus afectos, y a desarrollar un profundo y sincero amor a la Iglesia, que perpetúa su presencia y nos hace participar en su salvación. Utilizando sabiamente las cualidades recibidas como don de Dios desde su nacimiento, fijó los ojos de su mente y los latidos de su corazón en la profundidad de las verdades divinas, redundando de plena alegría, propia de quien ha encontrado un tesoro. En efecto, subió cada vez más alto en la contemplación y en el amor de Dios. Con la humildad propia del hombre sabio, no se apoyaba en sus propias fuerzas, sino que confiaba en la gracia divina que pedía a Dios con ferviente oración.
La teología alimentaba su vida espiritual y, a su vez, la vida espiritual consolidaba su teología. Así, iluminado por la fe, sostenido por la esperanza e inflamado por la caridad, vivió en íntima unión con Dios, «Verdad de verdades»: «Oh Señor, Creador del mundo -pedía Duns Escoto en el exordio del De primo Principio, una de las obras de metafísica mejor articuladas de la cristiandad-, concédeme creer, comprender y glorificar tu majestad y eleva mi espíritu a la contemplación de Ti». Con su «ardiente ingenio contemplativo» se dirigía a Aquel que es «Verdad infinita y bondad infinita», «Primer eficiente», «el Primero, que es fin de todas las cosas», «el Primero en sentido absoluto, por eminencia», «el Océano de toda perfección» y «el Amor por esencia» (cf. Alma Parens, A.A.S., 1966, p. 612). De Dios, el Ser primero y total, infinito y libre, lo amaba todo y deseaba conocerlo todo. De ahí su perspicaz especulación puesta al servicio de una atenta escucha de la revelación que Dios hace de sí mismo en el Verbo eterno: para conocer a Dios, al hombre, el cosmos y el sentido primero y último de la historia.
En la historia de la reflexión cristiana se impuso como el Teólogo del Verbo encarnado, crucificado y eucarístico: «Digo, pues, como opinión mía -escribía a propósito de la presencia universal del Cuerpo eucarístico de Cristo en cualquier parte del espacio y del tiempo cósmico-, que ya antes de la Encarnación y antes de que “Abrahán existiese”, en el origen del mundo, Cristo pudo haber tenido una verdadera existencia temporal en forma sacramental… Y si esto es así, se sigue de ahí que la Eucaristía pudo haber existido antes de la concepción y de la formación del Cuerpo de Cristo en la purísima sangre de la Bienaventurada Virgen» (Reportatio parisiensis, IV, d. 10, q. 4, n. 6.7; Ed. Vivès XVII, 232a. 233a).
El Beato Juan Duns Escoto, desarrollando la doctrina de la Predestinación absoluta y del Primado universal de Jesucristo, despliega su visión teológica, anticipando en cierto modo la teología de la Iglesia de nuestros tiempos: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó a fin de salvar, siendo Él hombre perfecto, a todos los hombres, y para hacer que todas las cosas tuviesen a Él por cabeza. El Señor es el término de la historia humana, el punto hacia el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo de todos los corazones y la plena satisfacción de todos sus deseos. Él es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos, ensalzó e hizo sentar a su derecha, constituyéndolo juez de los vivos y de los muertos. Vivificados y congregados en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia humana, que corresponde plenamente a su designio de amor: “Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,10)» (Concilio Vaticano II, Constitución «Gaudium et Spes», n. 45). De la autorrevelación de Dios en el Verbo, la revelación del misterio del hombre: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et Spes, n. 22).
La verdad filosófica, en fin, que él persiguió en la sólida y rigurosa confrontación con la opinión de los antiguos y de sus contemporáneos constituye incluso hoy, por reconocimiento universal, una mies abundante de intuiciones, soluciones y propuestas de pensamiento, cuya riqueza y fecundidad no han sido descubiertas aún por entero. Sin embargo, nos es clara la lección de su método: sus recorridos especulativos los ha puesto al servicio de la inteligencia de la fe, de la verdad teológica de que se alimenta el hombre mientras está «in via». «No existe una síntesis metafísica de Duns Escoto -anotaba E. Gilson (Jean Duns Scot, 339)-; o, si existe alguna, no constituye la visión global del mundo que le fue propia. La única síntesis que Duns Escoto concibió es una síntesis teológica, en cuyo centro se sitúa la afirmación de San Juan: “Dios es Amor” (1 Jn 4,16)».
Oh Padre, fuente de toda sabiduría, que en el beato Juan Duns Escoto, defensor de la Virgen Inmaculada, nos has dado un maestro de vida y de enseñanza: haz que, iluminados por su ejemplo y alimentados por su doctrina, permanezcamos unidos fielmente a Cristo. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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