Resumen de la homilía del Padre Bertrand de Margerie S.J.
En la Iglesia de San Luís de los franceses en Lisboa (Portugal)
Para el segundo domingo de cuaresma de 1988
A la luz del Transfigurador transfigurado escuchamos, siguiendo la voluntad del Padre, hablar a Cristo – a través de su Iglesia – de la institución de la Confesión, objeto de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra esperanza.
Fe: creemos, con la Iglesia en la institución divina del Sacramento de la reconciliación, que incluye la acusación de las faltas. Porque Cristo (Jn. 20) confirió a los Apóstoles y a sus sucesores el poder y la misión de perdonar o de retener los pecados cometidos por los bautizados después del bautismo. Un médico no puede curar una herida que ignora o que se le rehúsa mostrar. No la puede conocer más que por la confesión del enfermo. ¿Cómo podría el sacerdote – parcialmente sucesor de los Apóstoles – saber si debe retener los pecados o personarlos, si el penitente no le hace ninguna precisión sobre su pecado pasado o sobre su voluntad (o desinterés) de una penitencia futura?.
Si es cierto que la Escritura es ofrecida a todos los bautizados, no es menos cierto que fue a la Iglesia Jerárquica, (a los Doce y a sus sucesores) que Cristo confió su Palabra; es decir, la misión de interpretarla. La Iglesia leyó en Jn. 20 la voluntad de Cristo de vernos confesar nuestros pecados graves a sus representantes, no de una manera genérica (“soy un pecador”) sino específica (“he cometido adulterio”) y numérica (“siete veces”).Una caída aislada, puntual, es muy distinta de un vicio habitual. Cristo quiere curar nuestros actos concretos.
La confesión no es una tortura. Los pecados olvidados, luego de un examen diligente, son perdonados. Pero deben ser acusados en la próxima confesión. La imposibilidad física (mutismo, olvido involuntario) o moral (riesgo de escrupulosidad) dispensa de la integridad material.
2) Amamos, Señor, tu voluntad. ¿Pero para qué quieres nuestras confesiones? Porque Tú nos salvas por tu Encarnación, prolongada en tu Iglesia. Tú eres el Dios hecho hombre; Tú has expiado nuestros pecados humanamente; Tú quieres que nos confesemos a hombres enviados por Ti para tal efecto. Hay ahí, una humilde reparación del orgullo, raíz de todos nuestros pecados; y al mismo tiempo una liberación psicológica.
3) Esperamos de la todopoderosa misericordia de Cristo la voluntad de hacer buenas confesiones, durante toda nuestra vida, frente a buenos confesores.
Si temes confesarte, es que temes a tu confesor. He aquí el remedio: pide la gracia y el valor de confesarte. Pide para tu confesor las luces y palabras que – a juicio de Cristo – necesita tu alma. Entonces, estarás dispuesto a beneficiarte hasta de sus palabras más sencillas, que son rayos del Corazón de Jesús.
Creemos en el perdón de los pecados. Lo queremos y lo esperamos.
Credit: Aciprensa
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