Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,57-66.80):
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre.
La madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan.»
Le replicaron: «Ninguno de tus parientes se llama así.»
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios.
Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: «¿Qué va a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.
Palabra del Señor
El rey de Babilonia deportó a todo Jerusalén
Leemos en la primera lectura de este día la narración de la caída de Jerusalén en manos de Nabucodonosor, y la deportación a Babilonia de gran parte de su población. Estamos en el siglo VI a.C. Antes había se había producido la caída del Norte, a manos de los asirios, y ahora le sucede lo mismo a Jerusalén. Ya nada queda del esplendor de la época de Salomón. El pueblo liberado de la esclavitud de Egipto, vuelve a convertirse en esclavo, con todos sus tesoros y posesiones confiscadas.
Experiencia dolorosa de despojo. Sin tierra, sin patria, sin su templo; sometidos a otros. El pueblo viaja hacia su exilio. Y Dios ¿dónde está? ¿Es que se ha olvidado de su pueblo? ¿Hay lugar para la esperanza?
Pero la experiencia del exilio se va convertir para Israel en una oportunidad para reflexionar, para releer lo sucedido y reconocer humildemente cómo se ha ido apartando de Dios; de volver la mirada hacia Él e implorar su perdón y su misericordia.
El momento más duro se va a convertir en posibilidad de nacer de nuevo. Quizás de experimentar que aquello a lo que poco a poco habían entregado su corazón, en lo que se habían apoyado y les había hecho sentirse importantes, seguros, dueños de la vida, en realidad les había cegado, apartándolos de Aquel que les había dado todo y que era el único Señor de la Vida.
Meditemos también nosotros en esos momentos difíciles que vivimos y que Dios acompaña. Que su presencia amorosa nos permita hacer de ellos camino Pascual de la oscuridad a la Luz, de la muerte a la Vida.
No se hundió porque estaba cimentada sobre roca
“No todo el que me dice: “Señor” entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo.”
Así comienza el Evangelio de este día. Un mensaje claro: la plenitud de Vida que Dios nos ofrece exige de nosotros cumplir la voluntad del Padre. Por eso me parece importante que profundizamos en este aspecto: ¿Cuál es la voluntad del Padre? ¿En qué consiste cumplir su voluntad?
En primer lugar me gustaría que meditáramos en el hecho de que cada uno de nosotros, la creación entera, existimos como fruto del querer de Dios. “Porque por tu voluntad, lo que no existía fue creado” (Apocalipsis 4,11). En este sentido, el primer acto de la voluntad de Dios sobre el ser humano es crearlo y entregarle su Espíritu de Vida. Este Espíritu es el que nos hace vivir y existir y nos introduce en la comunión con el Padre y el Hijo a la que estamos llamados.
Sabemos que, como dice de forma tan bella San Ireneo, la gloria de Dios es la vida del hombre. Por eso, la voluntad de Dios no es algo extrínseco al ser humano, sino el motor que le permite desarrollar la Vida de Dios en él. Cumplir la voluntad del Padre, en este sentido, es llevar a plenitud nuestra vida.
Y esto sucede cuando, aposentados en nuestro interior, abrimos nuestro ser a la Palabra y consentimos a su acción transformadora. Una Palabra que nos sitúa en una relación en la que experimentamos el amor del Padre que fundamenta y da identidad a nuestro ser; la persona anclada en ese amor recibido está llamada a llevarlo en su vasija de barro, es decir en la realidad frágil que es, y a reflejarlo con el color y brillo propio con que el Señor le ilumina cada día.
Entonces la vida adquiere solidez y aprendemos a resituar, releer, integrar todo aquello que nos desestabiliza, que sentimos a veces como amenaza, que nos hace perder el equilibrio; que nos hace experimentar la vulnerabilidad. Aprendemos a confiar más allá de los miedos y de las incertidumbres porque descubrimos que el Amor con mayúsculas es más fuerte que la muerte y que nada ni nadie nos podrá separar de Él.
Todos en un momento u otro vivimos tiempos en que experimentamos la fuerza de las “lluvias” y de los “vientos” que azotan nuestra “casa”. Podemos ponerlos nombre, preguntarnos cómo está nuestro edificio interior, qué Palabra de Dios hoy nos ayuda a darlo solidez.
Dejemos espacio en este día a esa Palabra que nos habita por dentro, alimenta nuestra confianza y nos impulsa a amar.
Hna. María Ferrández Palencia, OP
Congregación Romana de Santo Domingo
Fuente dominicos.org
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