Lectura del santo evangelio según san Mateo (19,16-22):
En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?»
Jesús le contestó: «¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.»
Él le preguntó: «¿Cuáles?»
Jesús le contestó: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo.»
El muchacho le dijo: «Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?»
Jesús le contestó: «Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo– y luego vente conmigo.»
Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico.
Palabra del Señor
Hace unos días escuchaba a un compañero sacerdote mayor que yo contar cómo, cuando estaban en el seminario menor, el tema de la salvación era casi una obsesión para ellos. Así ha sido a lo largo de la historia para muchos hombres y mujeres. Salvarse era la principal preocupación en un mundo en el que hombres y mujeres conocían sobre todo la dificultad, el dolor, la pobreza, la injusticia, etc. Existía una verdadero deseo de salvarse, de encontrar una puerta de salida a una realidad oscura, deprimente, dolorosa e injusta. La vida eterna era la esperanza, la expresión del deseo más íntimo de las personas. No hay más que fijarse en la iconografía de las iglesias medievales para ver que la salvación era su motivación principal.
Hoy ya no vivimos así. Es cierto que hay injusticia y dolor, pobreza y enfermedad. Pero la humanidad ha avanzado tanto en los dos últimos siglos que parece que es capaz de salvarse a sí misma. Avances en tecnología, medicina, democracia, justicia social. Todavía queda mucho por hacer. Pero lo que antes parecía imposible, ahora parece estar al alcance de la mano.
Hay un pequeño problema. Es que esas cosas no salvan de verdad. Ciertamente alivian el dolor pero no nos llegan a satisfacer. Hasta podemos tener –y no siempre la tenemos– una sociedad más justa, más igual. Pero eso no garantiza la felicidad verdadera ni la serenidad ni la paz interior. La soledad sigue acechando.
El hombre del Evangelio cumplía todas las normas pero se daba cuenta de que no era suficiente. Nosotros, veinte siglos después, tenemos muchas cosas pero sabemos igualmente que no nos llenan ni satisfacen.
No hay más que una respuesta: dejarlo todo y seguir a Jesús. Entrar en la familia de Dios y entender que ahí, en la relación, en la fraternidad, en el amor, es donde se encuentra la verdadera salvación. Porque Dios es amor. Porque sólo el amor vence a la muerte. Entonces entenderemos que todo lo que tenemos es nada comparado con el amor. Eso es llegar a la verdadera sabiduría. Lo demás es todo secundario, accesorio y provisional.
Fuente www.ciudadredonda.org
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