En las librerías de España una obra que va a dar mucho que hablar, como la película en que se basa: Renacidos. El Padre Pío cambió sus vidas, cuyo autor es nuestro colaborador José María Zavala (La Razon, ediciones on line).
Este miércoles sale a la venta en las librerías de España una obra que va a dar mucho que hablar, como la película en que se basa: “Renacidos”.
El Padre Pío cambió sus vidas, cuyo autor es nuestro colaborador José María Zavala. El libro recoge veinticinco testimonios impactantes de personas a las que el Padre Pío, canonizado por Juan Pablo II en junio de 2002, cambió la vida para curarlas cuando estaban desahuciadas por los médicos o acercarlas a Dios mientras permanecían atrapadas en el abismo.
Ángela García, alicantina de veinticuatro años y socióloga de profesión, es uno de esos “renacidos” que brindan su increíble testimonio en la película que se estrena en cines este viernes y por supuesto en el libro, que habrá visto la luz dos días antes.
Jamás había oído llorar a nadie de ese modo al otro lado del teléfono. Y mucho menos a Juan Carlos, hombre recio, marmóreo, aquella noche del 27 de diciembre de 2015. “José María –me dijo él, entre sollozos-, te suplico que reces al Padre Pío por Ángela… Tú que tienes tanto enchufe con él…”. Mi reacción fue una mezcla de estupor y alarma. “¡Qué le sucede a tu hija!”, repliqué. “Acaban de ingresarla -añadió él, tragando saliva con dificultad-. Estoy ahora con ella y con su madre en el Hospital General de Alicante… Bueno, he salido al pasillo para decirte que acabamos de hablar con los médicos…”. “¿Y…? –acerté a decir, temiéndome lo peor. “Es terrible, amigo: Ángela tiene un tumor cerebral del tamaño de una mandarina…”.
El llanto amargo y desesperado de Juan Carlos sonaba como una cascada rota al otro lado del móvil, como si alguien arrugase con persistencia un trozo de papel creyendo que era una barra de plastilina.
Era la primera vez en toda su vida que Juan Carlos recurría a mí para que rezara por alguien. No era él un católico practicante, aunque estuviese bautizado y confirmado. Ni siquiera iba los domingos a Misa; tampoco había pisado un confesonario desde hacía por lo menos cuarenta años. Pero ahora, sin saber a quién más apelar, desnortado y abatido, creía jugarse la última carta al ver amenazada la vida de su única hija, que el 29 de julio anterior había cumplido veintiuna primaveras. “En cuanto cuelgue el teléfono –prometí a mi amigo con gran fe-, voy a rezar la novena al Padre Pío con Paloma y nuestros hijos hasta que sepamos que Ángela está ya curada del todo”. “No sabes cuánto te lo agradezco”, gimió él. Admito que pocas veces he implorado tanto al Padre Pío un milagro como en aquella ocasión, con la ayuda inefable de mi esposa Paloma y de la infantería más poderosa que conozco: nuestros hijos Borja e Inés.
Finalmente, gracias a Dios y por intercesión del Padre Pío, Ángela puede revivir hoy su propia odisea en este libro, tras haber dormitado en el hospital con auténtica dinamita bajo la almohada: “Me operaron el 30 de diciembre de 2015 –recuerda ella, plenamente restablecida-, pero desde finales de 2014 ya me encontraba mal. El médico de cabecera se limitaba a decirme que todo se debía al estrés que tenía por hallarme en el último año de carrera. Aun así, en dos ocasiones fui con mis padres a Urgencias, pero tampoco allí me hicieron el menor caso”. “Hasta que el 27 de diciembre, la tercera vez que acudimos a Urgencias, el destino quiso que me ingresasen. Recuerdo que aquel domingo me desperté ya con gran malestar, advirtiéndoles a mis padres de que era incapaz de soportar el dolor de cabeza, a punto de estallarme. Mi madre me dio una ampolla bebible de Nolotil, pero el dolor no remitió lo más mínimo”.
“Entre tanto, en los últimos meses ya había percibido cierta pérdida de movilidad: subir escaleras me costaba Dios y ayuda, e incluso mover los brazos. Aquel domingo me sentaron por primera vez en una silla de ruedas, conduciéndome hasta el Box número 4 de la UCI [habitáculo cerrado donde se administran los primeros auxilios e instrucciones antes de proceder a la hospitalización].
Había también allí otro paciente de mediana edad. Corrimos la cortina para tener más intimidad los dos, y empezaron las pruebas médicas. “Ingresé a las dos de la tarde y alrededor de las ocho disponían ya del resultado. Primero se lo comunicaron a mis padres: habían detectado un tumor descomunal en mi cerebro, el cual debían extirpar cuanto antes dado que mi vida corría grave peligro.
“Acto seguido, el equipo médico, con su neurocirujana jefe al frente, accedió al box para hacerme partícipe de la fatídica noticia. Antes de nada, la doctora me advirtió que no llorase porque debía ser fuerte para afrontar la situación, reiterando que ella y todo su equipo estaban allí para ayudarme. Pero en cuanto la escuché, no pude evitar derrumbarme. Agarré a mi padre del brazo y lancé una mirada de auxilio a mi madre, sentada frente a mí. Enseguida rompimos los tres a llorar.
“La víspera de la operación, por la tarde, me extrajeron sangre para determinar mi grupo sanguíneo ante una posible transfusión. En la resonancia magnética, el tamaño del tumor era muy grande pero luego, en plena intervención quirúrgica, los cirujanos repararon en que era todavía mayor de lo que esperaban”.
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